EL LIENZO
Y se fue desdibujando cada línea de su rostro, su expresión, el tamaño de su mirada. El ángulo de la cara vislumbró su desdicha y sus labios el cansancio de tantos besos sin apuros que se fueron y llegaron en el esplendor del deseo pero no del amor. El cabello ya no caía sobre su cara como ella lo pintó, sino que se acomodó hacia atrás queriendo esconder una calvicie incipiente, tal vez producto, de tantos desengaños. Las líneas que había dibujado en su frente ahora parecían surcos que escondían el diamante de todas sus tristezas. No era el mismo rostro que ella había pintado entre las bambalinas de sus noches de insomnio cuando ella lo pensaba en el fragor de sus más recónditos deseos. Tanto había cambiado que hasta el lienzo se humedeció con tanta lágrima que derramó cuando las decepciones diluyeron el color de la pintura. La sonrisa, ahora un rictus de desencanto, marcaba un punto tan pleno como el que Kandinsky dibujó para pintar el universo. Ella se hundió en ese punto tras el rastro de aquel que tanto había amado, pero encontró cenizas, secretos, carbón de piedra en vez de rubíes, y un diccionario medio raído de tanto uso. No contenta siguió adentrándose en el infinito punto de su existencia, pues ella ese punto lo había dibujado lleno de rosas, de malvas y alelies que ahora se perdían en el misterio de una noche sin final. En un rincón encontró el perfil de un violín y el azul de un amor escondido y pudo ver, con toda claridad, que el sonido que emanaba el violín era el causante de que las líneas y puntos de su pintura cambiarán de lado y de forma. Trato de delinear de nuevo su figura en el espejo de su alma pero el borde azuloso siempre reflejaba su desdicha. Tantas veces insistió en cambiar ese tono, en erradicarlo del cuadro, que entre más insistía más azul se tornaba y entonces entendió, que los verdaderos amores son imposibles de borrar por más de que se oculten.